El “retorno a la Naturaleza” es
un tópico en la filosofía, la literatura y el cine. El anhelo de abandonarlo
todo (marido o esposa, padres, hijos y trabajo) para volver y perderse en la
naturaleza incivilizada es quizás uno de los temas que reaparecen en cada
momento histórico donde la civilización, lo artificial, el mundo tecnológico y
la cultura se manifiestan amenazantes, indolentes y asfixiantes. Surgen de este
modo los discursos que proponen una vuelta o retorno a la Naturaleza, un anhelo,
consciente o inconsciente, del paraíso perdido de donde fueron expulsados Adán
y Eva, un intento de recuperar aquella divinidad incaica de la Pachamama,
protectora y proveedora, un anhelo común donde el pasado pasa a ser la
esperanza del futuro y donde cobra fuerza la añoranza que refleja aquel famoso
verso de Manrique: “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Repetimos que este anhelo no es
ninguna novedad. En la antigüedad, el filósofo cínico Diógenes de Sinope reivindicaba
a la naturaleza animal como forma de vida superior opuesta a las convenciones
de la decadente civilización. Diógenes practicaba una falta de pudor deliberada
masturbándose o teniendo relaciones sexuales en público y despreciando los
productos de la civilización tales como el lujo y el dinero. En otro tiempo,
cuando el Imperio Romano estaba en plena expansión civilizatoria, algunos
romanos defendían los valores tradicionales de la vida campestre frente a la
vida urbana: el autoabastecimiento y el canje de lo sobrante frente al comercio
y la usura promovidos por la civilización. Durante la modernidad, J. Rousseau (1712-1778),
encarnó la posición filosófica más radical contra la sociedad civilizada y
reivindicó la vida campestre como el ideal máximo de acercamiento a la vida
natural. Fue el mismo Rousseau quien promocionó las ventajas de la vida animal,
por estar menos sujeta a las dolencias que la vida de los hombres. En el siglo
XIX, Henry D. Thoreau, poeta y escritor estadounidense, construyó una cabaña en
el bosque para dedicarse a la escritura y la observación de la Naturaleza,
decidió no pagar más sus impuestos y emprendió duras consigas contra la
civilización. Thoreau concluyó que el ser humano es más parte integral de la
Naturaleza que un miembro de la sociedad.
En la actualidad podemos sospechar
de las nuevas formas que adquiere este tópico de “retorno a la Naturaleza”. Quizás
una de ellas esté dada por aquellas corrientes o modas ideológicas que abogan
por el exclusivo consumo de alimentos naturales. En algunos casos tales
discursos adquieren un matiz que casi roza el fanatismo religioso. El veganismo,
una práctica con pretensiones éticas que promueve la abstención del consumo de
productos de origen animal y sus derivados tales como huevos y lácteos, parece
ser un nuevo anhelo de “retorno a la Naturaleza”. Leslie Cross, miembro
fundador de la Vegan Society, ha señalado que la práctica del veganismo es la
doctrina en la cual los humanos viven sin explotar a los animales. Esto nos
impulsaría a preguntarnos acerca de cuáles son los supuestos en que se basan
tales doctrinas. ¿No existe detrás de ellas una convicción en la armonía y
bondad de la Naturaleza opuesta a la maldad intrínseca del hombre? ¿No hay
entre sus supuestos una idea del hombre como un ser cualitativamente
diferenciado de los animales y que por eso mismo debe cuidar, con moralidad
rigurosa, de los seres inferiores?
Tales cuestiones no dejan de ser
problemáticas. En primer lugar, pensar en las bondades de la Naturaleza resulta
tan ingenuo que no parece resistir el menor análisis. La Naturaleza, lejos de
ser un lugar armonioso para el hombre, se presenta fundamentalmente hostil: huracanes,
sismos y sin ir más lejos las tormentas, los días de excesivo calor o excesivo
frío no deberían hacernos olvidar que tales elogios a la Naturaleza son
posibles desde nuestros cómodos sillones dentro de nuestras iluminadas y
calefaccionadas casas. ¿Qué sería del ser humano si no hubiera desarrollado la
técnica para sobrellevar tales calamidades? En segundo lugar, la diferencia
entre el animal y el hombre es un tema de difícil dilucidación, pero pretender
sin más que el hombre es un ser que no debe explotar a otros seres vivos y al
mismo tiempo reivindicar una vida natural olvidando que, en esa vida de la Naturaleza,
los más fuertes se comen a los más débiles resulta una contradicción
escandalosa. Tampoco deja de ser llamativo que muchos de los que se dedican a
expandir prácticas naturalistas lo hacen utilizando los elementos más avanzados
y complejos del mundo cultural civilizado: computadoras portátiles, teléfonos
celulares de última generación y tecnologías de Internet como redes sociales y sitios
webs.
Así las cosas, todo intento de
acercarse a la Naturaleza parece encontrarse con una dificultad paradójica. Cuanto
más intento imitar a la Naturaleza y despojarme de mi cultura, cuando más
intento acercarme a la Naturaleza, investigarla y conocer sus “reglas” para
ajustarme estrictamente a ella, es cuando más me alejo de ella creando técnicas,
conocimientos y reflexiones que conforman a su polo opuesto: la cultura. Es por
esta razón, que el filósofo español J. Ortega y Gasset hablaba de la ficción de
la naturalidad, una ficción que cuanto menos reconozca la intervención humana
como reflexiva e innatural más se aleja de ella haciendo más complicada, sutil
y refinada la farsa. Algo de esta paradoja vislumbraba el filósofo y matemático
B. Pascal cuando señalaba que si la costumbre (cultura) es una segunda
naturaleza, entonces esa naturaleza no sería más que una primera costumbre
(cultura).
Algunos perspicaces veganos objetan
que su doctrina no es un movimiento ecológico o naturalista sino un modo de
vida ético que respeta los derechos de los animales. Respondiendo así, harían
que su propuesta se desmarcara del tópico de “retorno a la Naturaleza” y más
bien constituiría una propuesta cultural más, dentro de nuestra sociedad. Si
así fueran las cosas, deberían mantener a raya a todos aquellos pequeños y
caprichosos ricachones, que rápidos a hacer impugnaciones y reproches morales,
atacan a las personas que, con igual derecho y quizás menos dinero, deciden
comerse, en vez de una compleja hamburguesa de vegetales exóticos, un crocante
y sequito asado dominguero.
Prof. Nicolás Martínez Sáez