lunes, julio 29, 2013

Los filósofos y el amor

Lo que hoy entendemos como amor-romántico, quizás, tenga raíces muy lejanas en lo que Platón denominaba con el nombre de Eros. Si bien, es en los diálogos platónicos donde podemos entrever cómo el amor-romántico aparece como un deseo-carencia y una locura (manía), el Eros griego y nuestro actual amor-romántico no pueden identificarse. El amor griego es un amor entre hombres, un amor homosexual, compatible con el matrimonio heterosexual y del cual participan un hombre maduro y culto y un joven adolescente y con ansias de aprender. Ya en los primeros siglos de nuestra era y durante el largo período medieval, la impronta de los poetas romanos y del cristianismo fue modificando el carácter predominante del amor occidental. El amor homosexual fue dejando paso a otro heterosexual que, a su vez, fue convirtiéndose lentamente en el fundamento de la familia moderna. Sin embargo, por muchos siglos, la pasión romántica fue motivo de disputa  y vista con malos ojos por los hombres de la Iglesia.

En el primer cuarto del siglo XX, el filósofo español José Ortega y Gasset se propuso esbozar una psicología del hombre del cual se enamoran muchas mujeres. En su ensayo Para una psicología del hombre interesante (1925), Ortega reflexionaba acerca del amor de enamoramiento (amor-romántico), prototipo y cima de todos los erotismos, que contiene dos ingredientes fundamentales: el sentirse “encantado” por otro ser que nos produce una ilusión íntegra y el sentirse “absorbido” por él hasta la raíz de nuestra persona, como si el ser amado nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos trasplantados en él. Ortega destaca en este amor el valor de la entrega, algo que no encuentra ni en el deseo ni en la pasión, por tender estos últimos a capturar y a absorber al objeto del amor. Es por ello que el filósofo aboga por devolverle al vocablo “pasión” su antiguo sentido peyorativo. Una idea que, tal vez a muchos de nosotros, nos pueda parecer inaceptable. Ortega señala que la pasión se identifica con la obsesión y las manías patológicas y que, consecuentemente, cuando alguien pretende matar o matarse por amor nunca podría decirse de esa persona que estuviese enamorada. En este sentido cuando, en nuestra vida cotidiana, todavía solemos expresar frases como “aquel crimen fue un crimen pasional” parecemos restituirle a Ortega la razón en considerar que, por lo menos algún tipo de pasión, tiene un significado negativo. El filósofo nos advierte que el término “amor” se utiliza para denominar los hechos psicológicos más diversos y lo que es cierto para el amor en un sentido del vocablo no lo es para otro. Recientemente una alumna de un colegio donde trabajo publicó en su muro de Facebook: “que loco no?, pasan los años i jamas vas a cambiar...que locura la mia en seguir a tu lado sin importar lo qe pase i sabiendo qe no vas a cambiar [sic]” y más adelante concluía: “esa locura es amor…  que mierda entonces qe es el amor! [sic]” Tales expresiones, dejando de lado nuestra confusión y dificultad para entender estos nuevos modismos de la escritura digital, entraña aquella confusión original a la que aludía el pensador español.

En el mismo ensayo, Ortega propone ir mucho más allá del sentido que la tradición le ha dado al fenómeno amoroso. Se manifesta en contra de la idea de que el amor es una fuerza primitiva e instintiva engendrada en lo más profundo de la animalidad humana y capaz de apoderarse de la persona sin mediación reflexiva. Su crítica apunta a desmitificar aquella interpretación que considera al amor como un efecto entre mágico y mecánico, de carácter ilógico y antirracional. Ortega señala que nadie ama sin porqué o porque sí, sino que todo el que ama tiene la convicción de que su amor está justificado. Por lo tanto, en esa propiedad de sentirse justificado y vivir precisamente de su justificación consiste el carácter lógico y racional del amor. Es aquí donde Ortega sacude los prejuicios culturales de su época (¿y los de la nuestra?) cuando expresa: “yo diría que el amor, más que un poder elemental, parece un género literario […] yo no pretendo con esto sino sugerir que el amor, más que un instinto, es una creación, y aún como creación, nada primitiva en el hombre”.

A mediados del siglo XX, la reflexión filosófica del amor menguó casi hasta desaparecer. ¿Qué es lo que ocurrió que los filósofos en su gran mayoría abandonaron la reflexión acerca de un tema tan universal? Una respuesta, de carácter cronológico, parece imponerse: finalizada la Segunda Guerra Mundial con todas las desgracias humanas generadas, ¿qué espacio podía quedar para el amor-romántico? Quizás ese inexistente espacio puede verse inmortalizado en la clásica película Casablanca (1942) cuando Ingrid Bergman, presintiendo una separación y con una mirada llena de desesperanza, le dice a Humphrey Bogart: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Gran parte de los hombres y mujeres de aquellos años perdieron los sentidos de sus vidas,  la angustia y la desesperación fueron los sentimientos generales que tiñeron a ese mundo de postguerra. Por algo se ha dicho, numerosas veces, que el siglo XX es el siglo de la angustia. La filósofa alemana Hannah Arendt, quien fuera perseguida por los nazis y que tanto ha influido en la filosofía política contemporánea, escribía en La condición humana (1958), que el amor era uno de los hechos más raros de la vida humana, que nos separa de los otros dejando que en el medio del hechizo de los enamorados sólo haya lugar para los hijos. Así pues, es mediante el hijo que los amantes vuelven al mundo del que les habría expulsado el amor. La filósofa denuncia a los poetas que nos han engañado al hacernos creer que el amor es una experiencia crucial, indispensable y universal. Por ello, Arendt concluye que el amor es la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas. Algo así habría sido el amor de Bergman y Bogart si al momento de la entrada de los nazis en Francia hubieran dicho: “Besémonos, escapemos juntos y olvidémonos del mundo”.

Durante los últimos diez o quince años el tema del amor ha despertado otra vez el interés por la reflexión filosófica. Desde distintas disciplinas, los trabajos de Pascal Bruckner, La paradoja del amor (2011), de Alain Badiou, Elogio del amor (2010), de Zygmunt Bauman, Amor líquido (2005) y, por qué no también,  la encíclica de Benedicto XVI, Dios es amor (2006), son signos auspiciosos de un renovado interés filosófico por una de las cuestiones que más interesan a todos los habitantes de esta tierra. Hace unos pocos meses, Luc Ferry, un filósofo francés y defensor de un humanismo secular, publicó el libro Sobre el amor (2013), donde defiende la idea de que, en la actualidad, el amor-pasión (amor-romántico) es el gran dador de sentido de nuestras existencias. Ferry hace hincapié en lo que llama la “revolución del amor”: el pasaje del matrimonio concertado al matrimonio por amor que ha provocado que los grandes ideales como Dios, Patria y Revolución caigan en descrédito y donde, incluso sus partidarios, no se están dispuestos a sacrificar sus vidas o incluso a morir por esas grandes “causas”. En cambio, para Ferry, somos capaces de dar la vida por aquellas personas que amamos y queremos. Este amor-pasión, que es un amor no metafísico, no nos recluye y aísla en una esfera privada, sino que tiene consecuencias en la esfera pública, es decir, en el terreno de lo político. De esta manera, el filósofo intenta evitar las críticas simplistas acerca de que su propuesta sea la propuesta de un individualismo-egoísta o una versión más de la “muerte de las ideologías”. Ferry cree ver en este amor-pasión un sentido de la vida que evoluciona progresivamente en la historia: desde sentidos trascendentes y abstractos (Cosmos, Dios o la Razón) a un sentido inmanente y concreto (el amor al prójimo).


Volviendo a Ortega, éste ya nos indicaba que el terreno del amor era el menos explotado de los asuntos humanos, un terreno del cual estaba todo por decir y por pensar. Por ese motivo, era inminente devolverle al amor el atributo de la visión, y porque a veces el amor se equivoca, aunque menos de lo que se dice, Ortega incitaba a seguir la propuesta de Pascal: "No han tenido acierto los poetas al pintarnos al amor como ciego; hay que quitarle la venda y devolverle en adelante el goce de los ojos".

Prof. Nicolás Martínez Sáez

Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, el día 28 de Julio del 2013

lunes, julio 01, 2013

La filosofía perruna o la antifilosofía

Se ha señalado frecuentemente cómo los filósofos más representativos de cada época histórica han ejercido una influencia en las mentalidades de sus contemporáneos. Sin embargo, pocas veces se hace mención a quienes se han manifestado en su contra desplegando una actitud que podríamos denominar antifilosófica. Es por ello que, en cada época histórica, además de sus filósofos, también es posible encontrar a sus respectivos antifilósofos.

Mientras en la antigua Grecia Platón y Aristóteles fueron los personajes consagrados del pensamiento filosófico, poco se conoce de la vida de su más acérrimo opositor: el cínico Diógenes de Sinope, un indigente que vivía en una ánfora y quien con fina ironía y no poca violencia, burlaba las definiciones filosóficas expresadas por Platón, o bien, le daba insólitas órdenes a un magnánimo e imponente Alejandro Magno. Durante la Edad Media, la filosofía también tuvo sus antifilósofos y quizás, gracias a ellos, este rico período histórico es habitualmente ninguneado u oscurecido por modernos y contemporáneos. Quien encarna el papel del antifilósofo es el monje Anselmo de Canterbury, quien censura y niega la duda, nada menos que, digámoslo, el componente esencial de la filosofía, por considerarla incompatible con la fe y con la necesidad de seguir el dictum de creer para entender. Pero no vayamos a pensar que la antifilosofía es cuestión de una edad antigua o media, también los modernos tuvieron a su más radical antifilósofo: el ginebrino J. J. Rousseau. El mismo que afirmó que “el hombre que reflexiona es un animal depravado”, fustigaba a los filósofos del enciclopedismo y abogaba por un modelo de vida natural que evitara aquellos males a los que nos habría sumido la civilización, y con ella, la reflexión filosófica. Ya en el siglo XX, el ingeniero filósofo Ludwig Wittgenstein, se propuso reducir gran parte de los problemas filosóficos a problemas lingüísticos mientras sentenciaba que de lo que no se podía hablar, era mejor callarse. De esta manera la actividad filosófica quedaba reducida, por lo menos en sus seguidores más groseros, al análisis lógico del lenguaje.

Dos libros editados recientemente por Capital Intelectual dan cuenta, aunque no en forma unánime, de esta actitud antifilosófica que al parecer interesa a dos de los  pensadores franceses más relevantes de la actualidad: Michel Onfray, en Filosofar como un perro, y Alan Badiou, en La antifilosofía de Wittgenstein.

En Filosofar como un perro, Onfray rescata a la figura del cínico Diógenes de Sinope como emblema de un anarquismo filosófico que no admite dogmas, religiones, ni convenciones sociales. Onfray apunta directo al universo cultural y conceptual de lo que llama la ideología judeocristiana, por considerarla condición de posibilidad de todas las filosofías que tienen una preferencia por las ideas (cristianismo, cartesianismo, kantismo etc.) en desmedro de lo real. En cada artículo que conforma el libro Onfray abunda en planteos binarios, recayendo innumerables veces en lugares harto comunes y cargados de prejuicios y expresiones vulgares que rozan lo violento. La toma de posición también es una constante en cada artículo, donde siempre hay un enemigo muy bien definido: el capitalismo y sus industrias, los fulanos llenos de certezas, lo artificial, el trabajo, los intelectuales de medios y academias (apunta en particular contra el platonismo expreso de Badiou), el psicoanálisis, el parlamento, la política representativa, los cristianos y su antifilosofía crítica del Iluminismo, el liberalismo y los liberales, los partidos de derechas franceses, la izquierda marxista y su violencia revolucionaria etc. Sus simpatías tampoco se ocultan y se manifiesta a favor del naturalismo, lo real frente a las ideas, la radical autonomía del ser humano, la revolución en la forma de resistencia cotidiana, el no mandar ni ser mandado, la ira y la indignación como directores del filosofar, el ateísmo, la jornada laboral reducida, la política real, que asegura es la de la calle y no la del parlamento, la urgencia de la decisión y del accionar frente a los debates de las asambleas generales, el matrimonio homosexual y la posibilidad de adopción etc. Con tantas oposiciones y adscripciones, Onfray intenta ubicarse fuera del campo intelectual francés actual dominado por lo que él llama neoliberales y neomarxistas, entre los que incluye a Badiou.

En La antifilosofía de Wittgenstein, Badiou distingue dos rasgos que caracterizan al antifilósofo: (i) el de recordarle a los filósofos de las academias y los medios que son militantes políticos, estetas que van al encuentro de lo improbable, amantes que hacen vibrar sus vidas con sus relaciones con hombres y mujeres y eruditos que se inmiscuyen en las paradojas de la ciencia; (ii) que el filósofo debe asumir la voz de Maestro, una voz tan seductora como violenta, una voz autoritaria. Para Badiou, San Pablo, Diógenes o Heráclito podrían ser los inventores de la posición antifilosófica, y en esa tradición, el pensador francés incluye a Pascal, Nietzsche, Rousseau, Lacan, Kierkegaard y finalmente a Wittgenstein. La antifilosofía destituiría a la filosofía mostrando cómo su pretensión teórica pierde a lo real y así, mientras la filosofía se apresta a analizar las verdades del mundo, la antifilosofía le recuerda que existe un sentido de tales verdades, un sentido que tiene que ver, según Badiou, con un elemento místico fuera del mundo, es decir, con un Dios. El francés dedica su último libro al filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein y, en particular, al único libro autorizado y controlado por el filósofo: el Tractatus Logico-Philosophicus. En este, Badiou interpreta, que las proposiciones científicas acerca del mundo tienen un sentido en tanto pueden ser verdaderas o falsas, y constatables empíricamente. En cambio el sentido de los sentidos de tales proposiciones requiere un acto puro e inaudito, un acto basado en una fe religiosa. De esta manera, y siguiendo el estilo típico de provocación francés, Badiou hace una defensa de las notas de la actitud antifilosófica: la no discusión, las sentencias aforísticas, afirmativas y no interrogativas, el no-pensamiento y la consideración que a la reflexión filosófica teórica sólo le caben dos sitios: o la errancia o lo perjudicial.  Según Badiou, ésta es la enfermedad filosófica que combate Wittgenstein: la borradura del límite de lo decible y lo indecible que nos abandona a la mera charlatanería. Frente a esto, Badiou, señala la superación a través de un acto filosófico (antifilosófico) inaudito: el antifilósofo se exhibe como singularidad existencial y en su acto se tiene a sí mismo hablando en su nombre propio frente a la milenaria tradición. El antifilósofo se aferra a la religión, a distancia de la filosofía, para nombrar la singularidad de su acto, un salto a lo místico, a lo verdaderamente real, un salto a Dios.

Onfray y Badiou, se mencionó anteriormente, no aceptan una misma acepción de la “antifilosofía”. Mientras para Onfray, Diógenes no representa a un antifilósofo sino un filósofo que está instalado en “lo real” y se manifiesta haciéndose carne de la filosofía y criticando aquella filosofía teórica y especulativa, Badiou muestra a un Wittgenstein antifilósofo que cumple con su cometido autoritario, militante y no dispuesto a la discusión. Es por eso que, para retratar la antifilosofía de Wittgenstein, Badiou elige el Tractatus (una obra escrita en sentencias aforísticas sin frases interrogativas) y no las Investigaciones Filosóficas (una obra que ha sido interpretada en clave relativista y que abunda en demasía en un tono indagador). Si Onfray considera que lo propio de la filosofía es el ocuparse de lo real frente a los antifilósofos que aspiran a una reflexión teórica de lo irreal o supraterrenal, Badiou cuestiona a los filósofos por confundir las verdades del mundo (contingentes) con el sentido del mundo (lo real, necesario y místico) y exhorta a los antifilósofos para ser los guardianes de tal distinción.

Durante el siglo XX, el filósofo alemán Karl Jaspers supo señalar en La filosofía, un breve libro que no requirió de ninguna operación de marketing, que las potencias que les son hostiles a la filosofía no pueden prescindir de algún tipo de reflexión y teoría, ya que ningún hombre podría esquivar la reflexión filosófica. Por tanto, según Jaspers, la filosofía se halla siempre ahí, no para probarse, ni para luchar o resistirse donde se la rechace sino para comunicarse mientras sigan existiendo hombres y mujeres.

Aunque parezca una perogrullada, frente a un libro que propone suspender la reflexión teorética en pos de la acción por urgencia o frente a otro que reclama la voz autoritaria y la no discusión, parece válido recordar que el diálogo y la discusión son las fuentes genuinas de la comunicación. Quizás sólo sean síntomas de época, a los que habría que recordarles ese adagio popular que dice: “Los muertos que vos matas, gozan de buena salud”

Prof. Nicolás Martínez Sáez

Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, el día 30 de Junio del 2013