jueves, agosto 20, 2015

Los orígenes religiosos de la informática

Año 1308, ¿quién podría prever que un poeta convertido al cristianismo sería quien inventara la primera máquina lógica de la historia occidental? Es en la obra del filósofo mallorquín laico, trovador y místico, Ramón Llull (1232-1315), donde se halla uno de los más remotos registros de los orígenes de nuestras modernas computadoras. Su vida ha sido la de una mente y un corazón inquieto. Durante sus años de juventud, Llull, se entregó a los placeres y deleites mundanos, escribiendo gran cantidad de poesía amorosa y cortesana que tenía de inspiración, entre sus principales tópicos, al amor adúltero. A la edad de treinta años, y mientras escribía poesías eróticas, se le presentó la imagen de Cristo crucificado. En cada intento de retomar la escritura, Cristo se le volvía a aparecer. Ya en la quinta y última aparición, Llull decide abandonar la poesía y convertirse al cristianismo. A partir de allí, dedicará su vida a tres objetivos: (1) predicar el cristianismo, como mártir, en los territorios del norte de África dominados por la religión musulmana; (2) intentar convencer a reyes, príncipes y al Papa de crear escuelas donde enseñar el idioma árabe y (3) construir el más poderoso arte (máquina) capaz de convertir a los infieles musulmanes y judíos al cristianismo.

Luego de su conversión y de su escaso éxito con los dos primeros objetivos, Ramón Llull dedica todas sus energías a la construcción de lo que llamó el Ars Magna, una máquina en pergamino y tinta, un constructo teórico-lógico que a través de complejos mecanismos, que contenían definiciones de principios absolutos y relativos, círculos, triángulos y tablas, permitiría crear numerosas combinaciones determinando la verdad o falsedad de cualquier proposición acerca del mundo, del hombre y de Dios. El Ars Magna fue concebido como una herramienta para convertir a los musulmanes y judíos al cristianismo católico, demostrando que sus ideas eran erróneas y llevándolos a aceptar los dogmas de la fe católica. Así entonces, los infieles musulmanes, que investigarían en el Ars Magna cuestiones como por ejemplo, si el mundo es eterno, podrían descubrir, luego de una serie de combinaciones complejas, que sólo es verdadera la proposición contraria y católica: el mundo no es eterno sino que fue creado por Dios. El Ars Magna se sostenía a base de axiomas (definiciones de los atributos de Dios: Bondad, Grandeza, Verdad etc. y otras de la totalidad de los entes de la realidad: Ángel, Cielo, Hombre etc.) extraídos del sentido común medieval y aceptado por los creyentes de las tres religiones monoteístas: cristianos, musulmanes y judíos.

Por tanto, ¿qué tiene que ver toda esta cuestión con la informática? El asunto es que Llull fue un precursor de muchos elementos esenciales utilizados en la ulterior teoría computacional: combinatorias, variables y lenguajes formalizados. Tales elementos fueron retomados y ampliados, en la modernidad, por el filósofo Leibniz que dio paso a la búsqueda de lenguajes artificiales perfectos y que es el antecedente más directo de la actual inteligencia artificial. Si bien la máquina de Llull no funcionaba de una manera puramente mecánica, sino que requería de un usuario que la interpretara, estaba dotada de una cierta autonomía que no la hacía depender, para su logrado sistema sintáctico, de ninguna autoridad externa.

No son pocos los historiadores y estudiosos que han visto en Llull a un precursor de la ciencia informática y la inteligencia artificial. Algunos filósofos como Werner Künzel, utilizando un lenguaje contemporáneo, han sugerido que la figura de Llull es la de un hacker filosófico con acceso a los bancos divinos de datos. En Llull podemos encontrar a un hombre que no ha hecho más que buscar el código de Dios, un código infalible capaz de convertir a cualquier creyente a la fe católica y de capturar, en su lógica, a toda la realidad. En esta búsqueda, Llull sentó las bases de un desarrollo posterior inimaginable para el mundo medieval.

La experiencia de Llull nos invita a reflexionar acerca de los fines de las construcciones teóricas, científicas y tecnológicas. ¿Cómo una máquina construida en el medioevo para convertir infieles al cristianismo, resulta ser el germen de una de las disciplinas más novedosas del siglo XX y XXI? Pensar el aporte de Llull nos hacer recordar que nada hemos recibido como caído del cielo, sino que todo nuestro mundo cultural es el fruto de generaciones y generaciones que nos preceden y que crearon a partir de un determinado contexto sociohistórico. La informática y la inteligencia artificial, tal como hoy la conocemos, no son más que hijas bastardas crecidas al calor de la contienda militar que marcó a fuego y sangre a Occidente: la Segunda Guerra Mundial. En consecuencia, la sospecha de que muchas nuevas tecnologías surgen por y gracias a las disputas políticas, religiosas y militares o bien, gracias al afán de conquista y dominio humano, parece reforzarse, dejando así poco espacio para pensar en otras posibles motivaciones, más loables y menos sanguinarias, para el surgimiento y desarrollo de la creatividad humana.

Prof. Nicolás Martínez Sáez

Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.

jueves, febrero 26, 2015

¿Es posible tolerar a los intolerantes?

Durante la Segunda Guerra Mundial el filósofo Karl Popper formuló, en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945), la llamada paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la tolerancia. Entonces, si somos tolerantes de manera ilimitada habríamos de serlo, sin mayores problemas, frente a los violadores, asesinos y frente a los seres más crueles y miserables del mundo. Por otra parte, si no somos tolerantes con los intolerantes, ¿acaso no nos convertiríamos en intolerantes? Para Popper, si no estamos preparados para defender una sociedad contra las tropelías de los intolerantes, el resultado no será otro que la destrucción de la tolerancia misma.

El concepto conlleva una semántica algo negativa: proviene del latín tolerare que significa ‘soportar’ o ‘aguantar’. Y quizás esto es lo que hacemos, aun sin ser muy conscientes, cuando nos decimos tolerantes respecto del pensamiento o modo de vida de otro. En Occidente, la tolerancia ha sido una conquista moderna, las grandes obras en defensa de la tolerancia se escribieron entre los siglos XVII y XVIII como consecuencia de miles de años de luchas religiosas. La práctica de la tolerancia no es una cuestión natural o instintiva, sino algo que se aprende poco a poco a lo largo de la historia. Así entonces, ¿puede ser ella ilimitada? O ¿existe alguna intolerancia que pueda justificarse? Las respuestas a estas preguntas nos llevan a la cuestión de los límites: ¿cuál es el límite en que la tolerancia destruye la propia tolerancia? ¿Quién decide ese límite entre lo tolerable y lo intolerable?

Cuando desde Occidente vemos que el Estado Islámico cuelga en alambrados cabezas de cristianos, mutila y apedrea a mujeres, tira al vacío a los homosexuales o atenta contra aquellos que ridiculizan su fe, no podemos más que considerar a esos actos como intolerantes y criminales. A pesar de ello, deberíamos ser conscientes de que, tal como lo ha señalado el filósofo francés Paul Ricoeur, cualquier intelectual que pretenda defender la práctica de tolerancia lo hace determinado por la reciente historia moderna. Es decir, que para las democracias occidentales, la práctica de la tolerancia es un hecho central de su historia, una conquista que tiene apenas 200 o 300 años y que posibilitó el pluralismo de creencias y de concepciones de lo que es una vida feliz. Dicho de un modo más sencillo: en general estamos de acuerdo, en Occidente, que cada uno puede vivir a su manera, pensar como quiera  y decir lo que se le antoje siempre y cuando no dañe al otro. Otra vez, asoma la cuestión de los límites, ¿puede una caricatura dañar a otro? ¿quién decide lo que es dañino y lo que no? ¿puede una cultura, en defensa de valores universales, intervenir en otra? O ¿deberíamos ser relativistas y dejar que cada cultura y cada civilización viva de acuerdo a sus propios valores, leyes y costumbres, aun cuando estos nos parezcan intolerantes, sanguinarios y crueles? La salida parece difícil: mientras la defensa de valores universales puede llevarnos a imponer por la fuerza nuestras propias creencias y valores al otro, una postura relativista puede hacer de nosotros personas indiferentes a la crueldad y lo inhumano. Fuerza o indiferencia frente a lo intolerable, ¿son esas las alternativas?, ¿podríamos ser indiferentes y mirar como simples espectadores a una mujer que está siendo apedreada? O ¿deberíamos intervenir, incluso con la fuerza, en defensa de esa mujer?

La cuestión no puede simplificarse y resulta aún más compleja en el mundo contemporáneo. Si tenemos en cuenta que jóvenes de segunda o tercera generación musulmana en Europa no se sienten a gusto en sus países y ven en el Estado Islámico una posibilidad de tener una identidad y de ser alguien, lo que quizás falten, en realidad, sean proyectos de vida. Y aquí sí pueden los intelectuales proponer proyectos de vida común que sean superadores de la indiferencia relativista, el universalismo a ultranza y el fundamentalismo musulmán. 

En la obra citada, Popper no estaba de acuerdo con impedir las expresiones de concepciones filosóficas intolerantes, siempre y cuando se puedan contrarrestar mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública. Sin embargo sostenía que debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, cuando los intolerantes respondan con armas o golpes de puño a los argumentos. La utilización de la fuerza, en defensa de la tolerancia, debe ser usada solamente como última alternativa y no como primera, algo que Occidente aún debe aprender si quiere que en el mundo sea preferible, no ya aceptarnos y comprendernos, sino antes soportarnos que matarnos.

Prof. Nicolás Martínez Sáez

Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Link: http://www.lacapitalmdp.com/noticias/El-Mundo/2015/02/22/276903.htm