jueves, febrero 26, 2015

¿Es posible tolerar a los intolerantes?

Durante la Segunda Guerra Mundial el filósofo Karl Popper formuló, en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945), la llamada paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la tolerancia. Entonces, si somos tolerantes de manera ilimitada habríamos de serlo, sin mayores problemas, frente a los violadores, asesinos y frente a los seres más crueles y miserables del mundo. Por otra parte, si no somos tolerantes con los intolerantes, ¿acaso no nos convertiríamos en intolerantes? Para Popper, si no estamos preparados para defender una sociedad contra las tropelías de los intolerantes, el resultado no será otro que la destrucción de la tolerancia misma.

El concepto conlleva una semántica algo negativa: proviene del latín tolerare que significa ‘soportar’ o ‘aguantar’. Y quizás esto es lo que hacemos, aun sin ser muy conscientes, cuando nos decimos tolerantes respecto del pensamiento o modo de vida de otro. En Occidente, la tolerancia ha sido una conquista moderna, las grandes obras en defensa de la tolerancia se escribieron entre los siglos XVII y XVIII como consecuencia de miles de años de luchas religiosas. La práctica de la tolerancia no es una cuestión natural o instintiva, sino algo que se aprende poco a poco a lo largo de la historia. Así entonces, ¿puede ser ella ilimitada? O ¿existe alguna intolerancia que pueda justificarse? Las respuestas a estas preguntas nos llevan a la cuestión de los límites: ¿cuál es el límite en que la tolerancia destruye la propia tolerancia? ¿Quién decide ese límite entre lo tolerable y lo intolerable?

Cuando desde Occidente vemos que el Estado Islámico cuelga en alambrados cabezas de cristianos, mutila y apedrea a mujeres, tira al vacío a los homosexuales o atenta contra aquellos que ridiculizan su fe, no podemos más que considerar a esos actos como intolerantes y criminales. A pesar de ello, deberíamos ser conscientes de que, tal como lo ha señalado el filósofo francés Paul Ricoeur, cualquier intelectual que pretenda defender la práctica de tolerancia lo hace determinado por la reciente historia moderna. Es decir, que para las democracias occidentales, la práctica de la tolerancia es un hecho central de su historia, una conquista que tiene apenas 200 o 300 años y que posibilitó el pluralismo de creencias y de concepciones de lo que es una vida feliz. Dicho de un modo más sencillo: en general estamos de acuerdo, en Occidente, que cada uno puede vivir a su manera, pensar como quiera  y decir lo que se le antoje siempre y cuando no dañe al otro. Otra vez, asoma la cuestión de los límites, ¿puede una caricatura dañar a otro? ¿quién decide lo que es dañino y lo que no? ¿puede una cultura, en defensa de valores universales, intervenir en otra? O ¿deberíamos ser relativistas y dejar que cada cultura y cada civilización viva de acuerdo a sus propios valores, leyes y costumbres, aun cuando estos nos parezcan intolerantes, sanguinarios y crueles? La salida parece difícil: mientras la defensa de valores universales puede llevarnos a imponer por la fuerza nuestras propias creencias y valores al otro, una postura relativista puede hacer de nosotros personas indiferentes a la crueldad y lo inhumano. Fuerza o indiferencia frente a lo intolerable, ¿son esas las alternativas?, ¿podríamos ser indiferentes y mirar como simples espectadores a una mujer que está siendo apedreada? O ¿deberíamos intervenir, incluso con la fuerza, en defensa de esa mujer?

La cuestión no puede simplificarse y resulta aún más compleja en el mundo contemporáneo. Si tenemos en cuenta que jóvenes de segunda o tercera generación musulmana en Europa no se sienten a gusto en sus países y ven en el Estado Islámico una posibilidad de tener una identidad y de ser alguien, lo que quizás falten, en realidad, sean proyectos de vida. Y aquí sí pueden los intelectuales proponer proyectos de vida común que sean superadores de la indiferencia relativista, el universalismo a ultranza y el fundamentalismo musulmán. 

En la obra citada, Popper no estaba de acuerdo con impedir las expresiones de concepciones filosóficas intolerantes, siempre y cuando se puedan contrarrestar mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública. Sin embargo sostenía que debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, cuando los intolerantes respondan con armas o golpes de puño a los argumentos. La utilización de la fuerza, en defensa de la tolerancia, debe ser usada solamente como última alternativa y no como primera, algo que Occidente aún debe aprender si quiere que en el mundo sea preferible, no ya aceptarnos y comprendernos, sino antes soportarnos que matarnos.

Prof. Nicolás Martínez Sáez

Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Link: http://www.lacapitalmdp.com/noticias/El-Mundo/2015/02/22/276903.htm