Se ha señalado frecuentemente
cómo los filósofos más representativos de cada época histórica han ejercido una
influencia en las mentalidades de sus contemporáneos. Sin embargo, pocas veces
se hace mención a quienes se han manifestado en su contra desplegando una
actitud que podríamos denominar antifilosófica. Es por ello que, en cada época
histórica, además de sus filósofos, también es posible encontrar a sus respectivos
antifilósofos.
Mientras en la antigua Grecia
Platón y Aristóteles fueron los personajes consagrados del pensamiento
filosófico, poco se conoce de la vida de su más acérrimo opositor: el cínico
Diógenes de Sinope, un indigente que vivía en una ánfora y quien con fina
ironía y no poca violencia, burlaba las definiciones filosóficas expresadas por
Platón, o bien, le daba insólitas órdenes a un magnánimo e imponente Alejandro
Magno. Durante la Edad Media, la filosofía también tuvo sus antifilósofos y
quizás, gracias a ellos, este rico período histórico es habitualmente
ninguneado u oscurecido por modernos y contemporáneos. Quien encarna el papel
del antifilósofo es el monje Anselmo de Canterbury, quien censura y niega la
duda, nada menos que, digámoslo, el componente esencial de la filosofía, por considerarla
incompatible con la fe y con la necesidad de seguir el dictum de creer para entender.
Pero no vayamos a pensar que la antifilosofía es cuestión de una edad antigua o
media, también los modernos tuvieron a su más radical antifilósofo: el ginebrino
J. J. Rousseau. El mismo que afirmó que “el
hombre que reflexiona es un animal depravado”, fustigaba a los filósofos
del enciclopedismo y abogaba por un modelo de vida natural que evitara aquellos
males a los que nos habría sumido la civilización, y con ella, la reflexión
filosófica. Ya en el siglo XX, el ingeniero filósofo Ludwig Wittgenstein, se
propuso reducir gran parte de los problemas filosóficos a problemas
lingüísticos mientras sentenciaba que de lo que no se podía hablar, era mejor
callarse. De esta manera la actividad filosófica quedaba reducida, por lo menos
en sus seguidores más groseros, al análisis lógico del lenguaje.
Dos libros editados recientemente
por Capital Intelectual dan cuenta,
aunque no en forma unánime, de esta actitud antifilosófica que al parecer
interesa a dos de los pensadores franceses
más relevantes de la actualidad: Michel Onfray, en Filosofar como un perro, y Alan Badiou, en La antifilosofía de Wittgenstein.
En Filosofar como un perro, Onfray rescata a la figura del cínico
Diógenes de Sinope como emblema de un anarquismo filosófico que no admite
dogmas, religiones, ni convenciones sociales. Onfray apunta directo al universo
cultural y conceptual de lo que llama la ideología judeocristiana, por
considerarla condición de posibilidad de todas las filosofías que tienen una
preferencia por las ideas (cristianismo, cartesianismo, kantismo etc.) en
desmedro de lo real. En cada artículo que conforma el libro Onfray abunda en
planteos binarios, recayendo innumerables veces en lugares harto comunes y
cargados de prejuicios y expresiones vulgares que rozan lo violento. La toma de
posición también es una constante en cada artículo, donde siempre hay un
enemigo muy bien definido: el capitalismo y sus industrias, los fulanos llenos
de certezas, lo artificial, el trabajo, los intelectuales de medios y academias
(apunta en particular contra el platonismo expreso de Badiou), el
psicoanálisis, el parlamento, la política representativa, los cristianos y su
antifilosofía crítica del Iluminismo, el liberalismo y los liberales, los
partidos de derechas franceses, la izquierda marxista y su violencia revolucionaria
etc. Sus simpatías tampoco se ocultan y se manifiesta a favor del naturalismo,
lo real frente a las ideas, la radical autonomía del ser humano, la revolución en
la forma de resistencia cotidiana, el no mandar ni ser mandado, la ira y la
indignación como directores del filosofar, el ateísmo, la jornada laboral reducida,
la política real, que asegura es la de la calle y no la del parlamento, la
urgencia de la decisión y del accionar frente a los debates de las asambleas
generales, el matrimonio homosexual y la posibilidad de adopción etc. Con
tantas oposiciones y adscripciones, Onfray intenta ubicarse fuera del campo
intelectual francés actual dominado por lo que él llama neoliberales y
neomarxistas, entre los que incluye a Badiou.
En La antifilosofía de Wittgenstein, Badiou distingue dos rasgos que
caracterizan al antifilósofo: (i) el de recordarle a los filósofos de las
academias y los medios que son militantes políticos, estetas que van al
encuentro de lo improbable, amantes que hacen vibrar sus vidas con sus
relaciones con hombres y mujeres y eruditos que se inmiscuyen en las paradojas
de la ciencia; (ii) que el filósofo debe asumir la voz de Maestro, una voz tan
seductora como violenta, una voz autoritaria. Para Badiou, San Pablo, Diógenes
o Heráclito podrían ser los inventores de la posición antifilosófica, y en esa
tradición, el pensador francés incluye a Pascal, Nietzsche, Rousseau, Lacan,
Kierkegaard y finalmente a Wittgenstein. La antifilosofía destituiría a la
filosofía mostrando cómo su pretensión teórica pierde a lo real y así, mientras
la filosofía se apresta a analizar las verdades del mundo, la antifilosofía le
recuerda que existe un sentido de tales verdades, un sentido que tiene que ver,
según Badiou, con un elemento místico fuera del mundo, es decir, con un Dios. El
francés dedica su último libro al filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein y, en
particular, al único libro autorizado y controlado por el filósofo: el Tractatus Logico-Philosophicus. En este,
Badiou interpreta, que las proposiciones científicas acerca del mundo tienen un
sentido en tanto pueden ser verdaderas o falsas, y constatables empíricamente.
En cambio el sentido de los sentidos de tales proposiciones requiere un acto
puro e inaudito, un acto basado en una fe religiosa. De esta manera, y
siguiendo el estilo típico de provocación francés, Badiou hace una defensa de
las notas de la actitud antifilosófica: la no discusión, las sentencias aforísticas,
afirmativas y no interrogativas, el no-pensamiento y la consideración que a la
reflexión filosófica teórica sólo le caben dos sitios: o la errancia o lo
perjudicial. Según Badiou, ésta es la
enfermedad filosófica que combate Wittgenstein: la borradura del límite de lo
decible y lo indecible que nos abandona a la mera charlatanería. Frente a esto,
Badiou, señala la superación a través de un acto filosófico (antifilosófico)
inaudito: el antifilósofo se exhibe como singularidad existencial y en su acto
se tiene a sí mismo hablando en su nombre propio frente a la milenaria
tradición. El antifilósofo se aferra a la religión, a distancia de la
filosofía, para nombrar la singularidad de su acto, un salto a lo místico, a lo
verdaderamente real, un salto a Dios.
Onfray y Badiou, se mencionó
anteriormente, no aceptan una misma acepción de la “antifilosofía”. Mientras
para Onfray, Diógenes no representa a un antifilósofo sino un filósofo que está
instalado en “lo real” y se manifiesta haciéndose carne de la filosofía y
criticando aquella filosofía teórica y especulativa, Badiou muestra a un
Wittgenstein antifilósofo que cumple con su cometido autoritario, militante y
no dispuesto a la discusión. Es por eso que, para retratar la antifilosofía de
Wittgenstein, Badiou elige el Tractatus (una
obra escrita en sentencias aforísticas sin frases interrogativas) y no las Investigaciones Filosóficas (una obra
que ha sido interpretada en clave relativista y que abunda en demasía en un
tono indagador). Si Onfray considera que lo propio de la filosofía es el
ocuparse de lo real frente a los antifilósofos que aspiran a una reflexión
teórica de lo irreal o supraterrenal, Badiou cuestiona a los filósofos por
confundir las verdades del mundo (contingentes) con el sentido del mundo (lo
real, necesario y místico) y exhorta a los antifilósofos para ser los
guardianes de tal distinción.
Durante el siglo XX, el filósofo
alemán Karl Jaspers supo señalar en La filosofía,
un breve libro que no requirió de ninguna operación de marketing, que las
potencias que les son hostiles a la filosofía no pueden prescindir de algún
tipo de reflexión y teoría, ya que ningún hombre podría esquivar la reflexión
filosófica. Por tanto, según Jaspers, la filosofía se halla siempre ahí, no
para probarse, ni para luchar o resistirse donde se la rechace sino para
comunicarse mientras sigan existiendo hombres y mujeres.
Aunque parezca una perogrullada,
frente a un libro que propone suspender la reflexión teorética en pos de la
acción por urgencia o frente a otro que reclama la voz autoritaria y la no
discusión, parece válido recordar que el diálogo y la discusión son las fuentes
genuinas de la comunicación. Quizás sólo sean síntomas de época, a los que
habría que recordarles ese adagio popular que dice: “Los muertos que vos matas, gozan de buena salud”
Prof. Nicolás Martínez Sáez
1 comentario:
Te felicito compasñero, me gusto mucho el articulo!!!.
PD. luego de leerlo tuve que googlear el concpto "perogrullada". jaja.
Un abrazo Herr professor!!
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