No hay nada que me
parezca tan aborrecible y repudiable como aquellas personas que intentan
ponerle un límite intelectual, que también en el fondo es material, y boicotear
las inquietudes de los otros. En una reciente reunión de docentes, a días de
comenzar las clases, uno de ellos, ante la posibilidad de orientar la formación
de los alumnos del secundario a programas de estudios superiores o
universitarios, interrumpió la reunión gritando: “No! No! No podemos hacer eso, no podemos olvidar el perfil de nuestro
estudiantado”. Los estudiantes a los que se refería son estudiantes que, en
general, si bien no están en situaciones de extrema marginalidad, atraviesan por
situaciones de pobreza grave, adicciones, problemas de familia y con la
justicia, pero que aun así asisten al colegio. No puedo más que señalar, en la expresión del docente, dos nocivos prejuicios que fundan esa expoliación disfrazada
de aspiración justiciera: el primero tiene que ver con una rancia cuestión
ideológica y el segundo con una estrechez en la percepción del mundo laboral en
la actual sociedad poscapitalista.
En primer lugar, cuando
se dice que el perfil de un estudiante no da para un estudio superior, y más
cuando esta afirmación viene de un docente, se recae en el ingenuo prejuicio de
creer que las personas tienen una especie de condición social e intelectual esencialista,
o sea, la de “ser pobre”, que además de condenarlo a apenas mejorar sus indigentes
condiciones de vida se le niega cualquier aspiración intelectual que pueda competir
con la de, por ejemplo, tal docente. Y no es azaroso ni casual que muchos
docentes, aún los más reflexivos y charlatanes, se ubiquen frente a estos
alumnos desde un pedestal iluminado del cual piensan que tienen autoridad para
juzgar y decidir en sus vidas: “esto sí lo podés hacer” o “para esto a vos no
te da la cabeza”. Con no poca soberbia y una mirada conservadora no son
dispuestos a admitir que todos estos estudiantes están en “situación de
pobreza”, una situación que puede modificarse a diferencia del que piensa en
términos esencialistas de “ser pobre”
que parece algo estático, fijo y sin futuro. Tal “situación de pobreza” seguramente no
cambiará si los estudiantes tienen la mala suerte de cruzarse con docentes que
no los incentivan con propuestas que logren salir de sus actuales horizontes de
vida y que, además, solo se limitan a decir “esto no es para vos” o “a vos no
te da para esto”. Es la actitud ideológica de creer en ese esencialismo de la condición
social, el de la “pobritud”, lo que lleva a tales docentes al convencimiento
del futuro mediocre de sus estudiantes.
En segundo lugar,
me gustaría reparar en otro prejuicio que quizás sea compartido por muchos más
docentes además del anterior: el prejuicio de la superioridad del estudio
superior o universitario, en términos de felicidad y de buen pasar económico,
por sobre el de la formación en oficios. El docente en cuestión, conserva en su
imaginario la idea de que el estudio superior o universitario (el que él mismo realizó)
es la meta máxima del hombre, un lugar de unos pocos privilegiados que una vez que
han alcanzado tal objetivo sólo pueden estar condenados al éxito. Siendo muy
pocos los elegidos y los intelectualmente aptos para acceder a tales academias
privan a sus alumnos menos dotados (por su condición esencialista de “ser pobre”)
de tales beneficios existenciales y económicos. Esto no es más que consecuencia
de una estrecha y ordinaria percepción de la actual dinámica económica mundial,
donde cada vez se solicita menos “papelería académica” y se busca más
idoneidad. A propósito de esto, son las
más grandes empresas tecnológicas, que justamente trabajan con la materia gris,
quienes han cambiado hace tiempo el método de búsqueda de empleados titulados
por la búsqueda de empleados idóneos que han adquirido capacidades laborales, que
no excluyen al mundo universitario, por múltiples canales: cursos de formación
profesional y por Internet, reuniones en comunidades extraacadémicas,
autodidactismo etc. De más está decir que ni la felicidad ni el deshago
económico están garantizados si se sigue una u otra opción, pero negar una en
favor de otra, sólo puede entenderse si las personas que lo sostienen tienen
una mirada todavía anclada en el capitalismo del siglo XIX e ignoran las
tendencias de las actuales sociedades del conocimiento.
El filósofo español
Miguel de Unamuno enseñaba que “sólo el
que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar lo imposible”. ¿A dónde vamos
con tanto rollo? A concluir que cualquier intento de limitar la intelectualidad
del otro es equivalente a quitarle la libertad, a embrutecerlo cuando se le ocultan
posibilidades concretas de realización, a resignarnos a “lo que hay” porque es
para “lo que les da”, a convertirnos en mediocres maestros burócratas que
administramos la vida de “los pobres e inferiores”, a ignorar que las personas
pueden modificar radicalmente su vida con mérito, suerte y esfuerzo. No sería
bueno cerrar ninguna puerta, donde menos pensemos siempre salta la liebre.
Incentivemos creativamente a cada persona para que puede inventarse la vida que
más le guste y no seamos egoístas pensando en que nuestro mundo es el único
válido, hay todavía muchos mundos por inventar.
Prof. Nicolás Martínez Saéz
Prof. Nicolás Martínez Saéz