Cuando hace algunos meses la Universidad
Abierta Interamericana (UAI) realizó una encuesta donde se mostraba que una
mayoría de mujeres viven el piropo callejero de una manera violenta, no fueron
pocos los que señalaron, de manera despectiva, que el piropo callejero era una
práctica medieval. Tales expresiones, más automáticas que reflexivas, tenían
razón, aunque sólo desde el punto de vista histórico-geográfico y no así en el
sentido despectivo que se le intentaba añadir. Efectivamente, los piropos, fueron
una cuestión central de la llamada Edad Media.
Tal como señalara el filósofo J. Ortega
y Gasset, en todas las épocas se ha deseado a la mujer, pero no en todas se la
ha estimado: los antiguos griegos mantuvieron a sus mujeres en espacios muy
reducidos, con funciones meramente de reproducción y hasta ubicadas en una
parte concreta de la casa; el mundo romano permitió ciertas libertades a las
mujeres, como la de asistir sola al teatro o al circo; con el auge del
cristianismo los Padres de la Iglesia consideraron a la mujer como “soberana
peste”, “puerta del infierno” o “arma del diablo”. Sólo en el siglo XII,
durante la llamada Baja Edad Media, tal situación de la mujer parece
modificarse con la aparición de toda una literatura trovadoresca que exalta a
las altas damas medievales.
A principios del siglo XII, cuando
Europa vive un tiempo de relativa paz y crecimiento económico, el cese de las
guerras en algunas regiones hace que los caballeros medievales, acostumbrados a
la soledad de los campamentos y a las borracheras, se retiren a la vida en los
castillos. Allí pulen sus modales y su lenguaje y, en aquel espacio geográfico
del sur de Francia, surge un fenómeno histórico llamado, posteriormente, amor cortés. El historiador francés, G.
Duby, ha descripto este fenómeno repetidamente: un hombre “joven”, sin esposa
legítima y con una educación no concluida, asedia a la dama dentro del
castillo; ella es una mujer casada, en consecuencia, inaccesible para una
sociedad medieval en donde la diferencia de linaje y de herencia funcionan como
mecanismos prohibitorios de las uniones matrimoniales, y donde el adulterio de
la esposa es pagado con su vida en caso de ser descubierta. En este contexto el
joven debe seducir a la dama con elogios, piropos y canciones. La dama, tomando
las medidas de seguridad, se entrega por partes ayudando a que el joven eduque
sus más toscos impulsos amorosos.
Esta época coincide con un tiempo
donde los lectores medievales cambian sus preferencias y dejan de lado la
lectura de la poesía virgiliana, épica y guerrera, en tanto redescubren la poesía
didáctico-amorosa ovidiana. En su
obra El arte de amar, el poeta romano
antiguo P. Ovidio, señala diversas estrategias de seducción, incluyendo ruegos,
lágrimas, promesas y piropos. Los piropos no son selectivos sino que le caben a
cualquier mujer. Dice Ovidio: “Se pueden
aminorar los defectos dándoles otro nombre: llamarás «morena» a la que
sea más negra por su raza que la pez de Iliria; si es bizca digamos que se
asemeja a Venus; si es pelirroja a Minerva; digamos que es «fina de talle» a la
que por su demacración más parece muerta que viva; si es delgada di que es «ligera»;
si es gorda llámala «rellenita» y que la cualidad más próxima oculte el defecto”.
Ovidio es recuperado con gran
fuerza en esta Baja Edad Media y frente al Estado de los guerreros y a la
Iglesia de los clérigos, las altas damas medievales afirman su valor femenino,
pasan a estar en el centro de una sociedad que las exalta, las elogia y las
abruma con piropos y poemas como nunca antes se ha visto en la historia. El
amor cortés, amor de piropos y halagos hacia la mujer, representa toda una
novedad histórica que ha dejado una gran huella en nuestra cultura occidental.
Aunque no poco tiempo ha pasado
de aquella época medieval, hemos conservado en nuestra vida cotidiana, muchas
de las prácticas derivadas de este amor cortesano. Tal vez cuando piropeamos a una
mujer en la calle, cuando cedemos un asiento, cuando le abrimos una puerta a
alguien o cuando expresamos adagios como “las damas primero”, sigamos
repitiendo, aun sin ser muy conscientes de ello, un viejo ritual que tiene más
de ocho siglos de antigüedad. No obstante, la encuesta realizada por la UIA
parece mostrar que muchas mujeres actuales viven el piropo de una manera muy
distinta a cómo lo vivía la mujer medieval. Tampoco el piropo de hoy, en muchos
casos, es similar al piropo de antaño. Cuando este piropo, originalmente cortés,
es reemplazado por el acoso callejero, coercitivo y violento, consigue desnudar
aspectos de una sociedad que aún no ha superado los peores prejuicios hacia las
mujeres. Tampoco parece aportar mucho, a cualquier discusión racional al
respecto, esa especie de paranoia colectiva feminista que exacerba un
individualismo a ultranza cimentado en el “miedo al otro extraño que se acerca”
y sumado a una actitud de aislamiento respecto a cualquier mundo humano fuera
del círculo de los amigos virtuales. Quizás podríamos pensar, si recuperar el
piropo medieval puede ser un programa todavía revolucionario frente a las
actitudes “medievalistas” de acoso y violencia callejera, o bien, frente a
estas ridículas paranoias feministas de pensar que, cuando alguien le habla a
una mujer que le llamó la atención en una plaza, está cometiendo un pecado
imperdonable.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, el día 22 de Junio del 2014.