En principio quisiera moverme en
un espacio intermedio entre lo que considero son los dos discursos
predominantes en el actual mundo hiperconectado. Uno de ellos, al que podríamos
llamar discurso anti-tecnológico,
donde encontramos una serie de ideas más o menos coherentes: sostiene que existe
una conspiración internacional, grupos de empresas tecnológicas y monopólicas que
pretenden dominar nuestras mentes, corporaciones que nos manipulan a través del
control digital etc. Aquellas personas que adhieren a estas ideas ven como
salida o solución la “vuelta a la Naturaleza”, la vuelta al hombre que vive en
armonía con la naturaleza sin el uso de todo el aparataje tecnológico que se le
interpone. Así entonces, las redes sociales no son más que entretenimientos vacuos
de gente chismosa que no tiene nada que hacer. Al mismo tiempo que predomina
este discurso también lo hace uno opuesto: el discurso que, tanto sus
seguidores como sus críticos, señalan como discurso
individualista o narcisista. Aquí aparece la intimidad o la privacidad
convertida en espectáculo, emerge un fanatismo irreflexivo que adhiere a toda
novedad tecnológica y una nueva forma de pensar que redefine el principio
filosófico cartesiano para decir: “Publico,
luego existo”. Lo que está fuera de Internet, más concretamente fuera de
las redes sociales, no existe.
Ambos discursos coinciden en
algo: la aceptación de la borradura de las fronteras entre lo público y lo
privado. Son notables las experiencias que podemos tener con poco de usar
cualquier red social o correo electrónico. Basta ver que cuando uno acepta el
contrato de una de las redes sociales más conocidas y utilizadas, ésta nos
advierte que tomará de nosotros la información que requiera para operaciones internas. La inmensa mayoría
de estos servicios de Internet, que tiene acceso masivo, están disponibles y
financiados por la publicidad. Así entonces, redes y correos hacen una minería
de datos y un rastrillaje, no solamente en un nivel de búsqueda de palabras
sino también en un nivel de búsqueda semántica. Es por esta razón que cuando
dos personas están chateando acerca de dónde ir a cenar en la noche, nuevas ventanas
aparecerán ofreciendo restaurantes y casas de comida cercanas a la ubicación
GPS de ambas personas.
El fenómeno no es nuevo y desde
el Concilio de Trento, finalizado en 1563, se impulsó fuertemente el registro
de datos personales como los nacimientos, los matrimonios y los fallecimientos.
A partir de 1932, con la aparición de medios de almacenamiento magnético, se
logró el registro de enorme cantidad de datos y se abrió el camino a la futura
centralización de los mismos. Hoy asistimos a un fenómeno nuevo: la capacidad
de almacenamiento roza el infinito e Internet ofrece la posibilidad de la
inmortalidad digital. El derecho a que se olviden de nosotros entra en
conflicto con el derecho al saber público. Cada vez que una corte de justicia
obliga a un gran buscador a desindexar una página de Internet, no hace más que
sacarla de los resultados de búsqueda, que son sólo el 4 o 5% de Internet, y
dificultan el acceso a esa página que, sin embargo, permanece en lo que se
llama la Deep Web, web profunda. Esta representa el 95% de Internet y va
adquiriendo más interés por ser un espacio sin regulación aunque también un
territorio fértil para mafias, asesinos a sueldo y pornografía infantil.
Se hace necesario, en vistas de
que la privacidad parece imposible en los nuevos tiempos digitales, hacer una
distinción entre intimidad y privacidad. La intimidad puede entenderse como una
parte de nuestra privacidad y así entonces todos los asuntos íntimos serán
privados pero no todos los asuntos privados serán íntimos. La intimidad tiene
que ver con los pensamientos y sentimientos profundos de las personas, con ese fondo insobornable que todos tenemos,
tal como lo llamaba el filósofo español Ortega y Gasset, y que es insobornable
no sólo para el dinero o el halago sino para la ética, la ciencia y la razón.
Nuestra intimidad puede ser desconocida incluso por las personas más próximas a
la vez que compartimos la vida privada con ellas y pretendemos que esté
protegida de aquellos que están fuera del círculo cercano o familiar.
Quizás no podamos gestionar
nuestra privacidad en redes sociales y correos electrónicos pero sí somos
dueños de nuestra intimidad y de su protección. Deberíamos admitir que en el
contexto actual de hiperconectividad todos somos un poco espías desde el
momento que abrimos un muro por simple curiosidad o tomamos actitudes de
vigilancia como las que, recientemente, nos permite el doble tilde de Whatsapp.
La prohibición, restricción y regulación de Internet irá abriendo camino e
interesando a personas en nuevos espacios que hasta ahora sólo eran habitados
por narcotraficantes y pedófilos. No deberíamos perder de vista que cuánto más
personalizado tenemos nuestro teléfono móvil (smartphone) menos privacidad
tenemos. Se hace imperiosa una negociación inteligente y crítica que escape del
discurso antitecnológico y del fanatismo tecnológico irreflexivo. En el fondo,
nuestro presente, debe debatirse un asunto sempiterno: a mayor control y pedido
de regulación menor es nuestra libertad.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.