Durante la Segunda
Guerra Mundial el filósofo Karl Popper formuló, en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945), la llamada paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada conduce
a la desaparición de la tolerancia. Entonces, si somos tolerantes de manera
ilimitada habríamos de serlo, sin mayores problemas, frente a los violadores,
asesinos y frente a los seres más crueles y miserables del mundo. Por otra
parte, si no somos tolerantes con los intolerantes, ¿acaso no nos convertiríamos
en intolerantes? Para Popper, si no estamos preparados para defender una
sociedad contra las tropelías de los intolerantes, el resultado no será otro
que la destrucción de la tolerancia misma.
El concepto conlleva
una semántica algo negativa: proviene del latín tolerare que significa ‘soportar’ o ‘aguantar’. Y quizás esto es lo
que hacemos, aun sin ser muy conscientes, cuando nos decimos tolerantes
respecto del pensamiento o modo de vida de otro. En Occidente, la tolerancia ha
sido una conquista moderna, las grandes obras en defensa de la tolerancia se
escribieron entre los siglos XVII y XVIII como consecuencia de miles de años de
luchas religiosas. La práctica de la tolerancia no es una cuestión natural o
instintiva, sino algo que se aprende poco a poco a lo largo de la historia. Así
entonces, ¿puede ser ella ilimitada? O ¿existe alguna intolerancia que pueda
justificarse? Las respuestas a estas preguntas nos llevan a la cuestión de los
límites: ¿cuál es el límite en que la tolerancia destruye la propia tolerancia?
¿Quién decide ese límite entre lo tolerable y lo intolerable?
Cuando desde Occidente
vemos que el Estado Islámico cuelga en alambrados cabezas de cristianos, mutila
y apedrea a mujeres, tira al vacío a los homosexuales o atenta contra aquellos
que ridiculizan su fe, no podemos más que considerar a esos actos como
intolerantes y criminales. A pesar de ello, deberíamos ser conscientes de que,
tal como lo ha señalado el filósofo francés Paul Ricoeur, cualquier intelectual
que pretenda defender la práctica de tolerancia lo hace determinado por la
reciente historia moderna. Es decir, que para las democracias occidentales, la
práctica de la tolerancia es un hecho central de su historia, una conquista que
tiene apenas 200 o 300 años y que posibilitó el pluralismo de creencias y de concepciones
de lo que es una vida feliz. Dicho de un modo más sencillo: en general estamos
de acuerdo, en Occidente, que cada uno puede vivir a su manera, pensar como
quiera y decir lo que se le antoje
siempre y cuando no dañe al otro. Otra vez, asoma la cuestión de los límites,
¿puede una caricatura dañar a otro? ¿quién decide lo que es dañino y lo que no?
¿puede una cultura, en defensa de valores universales, intervenir en otra? O
¿deberíamos ser relativistas y dejar que cada cultura y cada civilización viva
de acuerdo a sus propios valores, leyes y costumbres, aun cuando estos nos
parezcan intolerantes, sanguinarios y crueles? La salida parece difícil:
mientras la defensa de valores universales puede llevarnos a imponer por la
fuerza nuestras propias creencias y valores al otro, una postura relativista
puede hacer de nosotros personas indiferentes a la crueldad y lo inhumano.
Fuerza o indiferencia frente a lo intolerable, ¿son esas las alternativas?,
¿podríamos ser indiferentes y mirar como simples espectadores a una mujer que
está siendo apedreada? O ¿deberíamos intervenir, incluso con la fuerza, en
defensa de esa mujer?
La cuestión no puede
simplificarse y resulta aún más compleja en el mundo contemporáneo. Si tenemos
en cuenta que jóvenes de segunda o tercera generación musulmana en Europa no se
sienten a gusto en sus países y ven en el Estado Islámico una posibilidad de
tener una identidad y de ser alguien, lo que quizás falten, en realidad, sean
proyectos de vida. Y aquí sí pueden los intelectuales proponer proyectos de
vida común que sean superadores de la indiferencia relativista, el
universalismo a ultranza y el fundamentalismo musulmán.
En la obra citada, Popper
no estaba de acuerdo con impedir las expresiones de concepciones filosóficas
intolerantes, siempre y cuando se puedan contrarrestar mediante argumentos
racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública. Sin embargo sostenía
que debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, cuando
los intolerantes respondan con armas o golpes de puño a los argumentos. La utilización
de la fuerza, en defensa de la tolerancia, debe ser usada solamente como última
alternativa y no como primera, algo que Occidente aún debe aprender si quiere
que en el mundo sea preferible, no ya aceptarnos y comprendernos, sino antes soportarnos
que matarnos.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Link: http://www.lacapitalmdp.com/noticias/El-Mundo/2015/02/22/276903.htm
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
Link: http://www.lacapitalmdp.com/noticias/El-Mundo/2015/02/22/276903.htm