martes, octubre 22, 2019

Censuras y autocensuras en el mundo de hoy


La expansión de la libertad de expresión facilitada por Internet y ampliada por las redes sociales digitales parece encontrar un punto límite de resistencia. Como toda verdadera revolución, la revolución tecnológica encuentra rápidamente a sus censores. Los gobiernos y los mismos gigantes tecnológicos requieren de un número cada vez mayor de moderadores humanos ante la falla de los filtros automáticos entrenados con machine learning. Por un lado, China, abiertamente, ha construido el sistema de censura más sofisticado y su visión es la de poner todo Internet bajo la supervisión del Partido Comunista. Por otro lado, los gobiernos occidentales, elaboran dispositivos legales para eliminar las fake news que se expanden como la peste y las empresas tecnológicas líderes, convertidas en jefes editores mundiales, imponen sus propias normativas al resto de los editores sobre lo que se puede y no se puede decir. El documental The cleaners (2018) muestra cómo miles de jóvenes de Filipinas trabajan para empresas como Google o Facebook como limpiadores y censores del contenido que se sube a Internet. El caso paradigmático de censura fue el que realizó Facebook en 2016 al principal diario de Noruega, el Aftenposten, de la iconográfica foto de la niña, que con la piel ardiendo y con llanto desconsolador, corría por una carretera luego de que un avión del ejército de Vietnam del Sur bombardeara con napalm la población donde vivía en 1972. Facebook se resistió a admitir la diferencia entre una foto de contenido pornografico infantil y otra de contenido histórico.
La censura masiva limita la capacidad de expresión y juzga como un contenido igualmente peligroso tanto a un discurso político opositor y una pintura de un desnudo como a un atentado terrorista y un abuso infantil. Todos este contenido es censurado para procurar que los clientes de las redes sólo reciban información edulcorada e indolente. Sin embargo, frente a esta censura externa, somos protagonistas de otra censura de carácter interno: la autocensura, un fenómeno cada vez más frecuente en donde las personas eligen no expresarse en la redes para no ofender a los suyos. Si durante los años 80 y 90 Internet se constituía como una comunidad con sentido propio y responsable, donde los pocos mensajes hostiles nunca eran tomando demasiado en serio, a partir de las redes sociales la fraternidad digital parece haber sido socavada. La contracara de la autocensura es el uso acrítico del material compartido en las redes, la falta de chequeo de las fuentes de información y el “dejarse llevar” por la comodidad de la opinión mayoritaria. Contribuyendo a esta cultura endogámica, el denominado filtro burbuja, algoritmos que devuelven información afín al usuario basándose en sus propios datos, parece ser la solución de los gigantes tecnológicos para apartar a los clientes de la información conflictiva, no alineada con sus puntos de vista y aislarlos intelectualmente en su propio sesgo informativo. 
Sin embargo, cuando hablamos de autocensura digital hablamos de personas que en las redes sociales tienen a amigos, familiares, compañeros de trabajo, colegas, desconocidos con los que se comparte un hobby etc. Al estar tan diversificada la red de contactos se deriva en lo que se llama un colapso del contexto y para reducir el riesgo de la discrepancia se adquiere un enfoque del menor denominador común a la hora de publicar, haciendo que la red se vuelve ajena a todo conflicto. El problema de la autocensura no es tan importante en sus efectos digitales, cuyo enfoque del menor denominador común puede ser una alternativa para mantener la salud mental, sino más bien lo que ocurre en nuestras conversaciones analógicas y cotidianas. Cada vez más actuamos como policías de nuestro pensamiento, vigilando nuestras palabras, ajustándose al decir esperable común por el miedo que nos genera la posibilidad de ofender a otros. Nuestras conversaciones van perdiendo espontaneidad para someterse a las tiranías de la corrección política. Así pues, explotamos al máximo el uso de eufemismos con el que intentamos describir algo a través de complicados rodeos lingüísticos.
Algo de este fenómeno, es decir, de que hablar es siempre ofender a alguien ya lo había advertido el filósofo español José Ortega y Gasset en unas de sus visitas a la Argentina. En un ensayo de la década del veinte, titulado El hombre a la defensiva, señalaba que en Buenos Aires todo lo que se dice o se hace hiere a alguien, viola alguna personalidad secreta u ofende a algún fantasma íntimo. Si en aquel momento los españoles sentían aún lejos a este fenómeno, hoy lo viven en carne propia escritores como Arturo Pérez-Reverte que ha manifestado, no sin ironía, que cuando se dice que “fulano es un tonto”, se ofenden todos los tontos. Hablar, escribir, dialogar de manera corriente e incluso entablar nuevas relaciones comienza a ser problemático a consecuencia de quienes se empeñan en ser policías de la palabra. ¿Quizás dueños de las palabras? También.
El mundo, no ya el digital sino el analógico, se torna invivible si nos autocensuramos a decir lo que pensamos. ¿Es sólo el miedo a ofender el motivo por el cual elegimos la propia censura de nuestras opiniones? ¿O quizás el terror que nos produce quedar colocados en medio de una reacción o linchamiento cuando expresamos ideas contrarias a la mayoría o al sentido común aceptado? Expresar, discutir o criticar una idea no debería implicar la descalificación, el maltrato y la falta de respeto del otro. Sin embargo, si creemos en la libertad de expresión, incluso será mejor la ofensa que el silencio censor e hipócrita. Así pues, cualquiera sea el motivo de nuestras autocensuras cotidianas, las consecuencias están a la vista: relaciones humanas cada vez menos espontáneas.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. https://www.lacapitalmdp.com/censuras-y-autocensuras-en-el-mundo-de-hoy/