La expansión
de la libertad de expresión facilitada por Internet y ampliada por las redes
sociales digitales parece encontrar un punto límite de resistencia. Como toda
verdadera revolución, la revolución tecnológica encuentra rápidamente a sus
censores. Los gobiernos y los mismos gigantes tecnológicos requieren de un
número cada vez mayor de moderadores humanos ante la falla de los filtros
automáticos entrenados con machine
learning. Por un lado, China, abiertamente, ha construido el sistema de
censura más sofisticado y su visión es la de poner todo Internet bajo la
supervisión del Partido Comunista. Por otro lado, los gobiernos occidentales,
elaboran dispositivos legales para eliminar las fake news que se expanden como la peste y las empresas tecnológicas
líderes, convertidas en jefes editores mundiales, imponen sus propias
normativas al resto de los editores sobre lo que se puede y no se puede decir.
El documental The cleaners (2018)
muestra cómo miles de jóvenes de Filipinas trabajan para empresas como Google o
Facebook como limpiadores y censores del contenido que se sube a Internet. El
caso paradigmático de censura fue el que realizó Facebook en 2016 al principal
diario de Noruega, el Aftenposten, de
la iconográfica foto de la niña, que con la piel ardiendo y con llanto
desconsolador, corría por una carretera luego de que un avión del ejército de
Vietnam del Sur bombardeara con napalm la población donde vivía en 1972.
Facebook se resistió a admitir la diferencia entre una foto de contenido
pornografico infantil y otra de contenido histórico.
La censura
masiva limita la capacidad de expresión y juzga como un contenido igualmente
peligroso tanto a un discurso político opositor y una pintura de un desnudo
como a un atentado terrorista y un abuso infantil. Todos este contenido es
censurado para procurar que los clientes de las redes sólo reciban información
edulcorada e indolente. Sin embargo, frente a esta censura externa, somos
protagonistas de otra censura de carácter interno: la autocensura, un fenómeno
cada vez más frecuente en donde las personas eligen no expresarse en la redes
para no ofender a los suyos. Si durante los años 80 y 90 Internet se constituía
como una comunidad con sentido propio y responsable, donde los pocos mensajes
hostiles nunca eran tomando demasiado en serio, a partir de las redes sociales
la fraternidad digital parece haber sido socavada. La contracara de la
autocensura es el uso acrítico del material compartido en las redes, la falta
de chequeo de las fuentes de información y el “dejarse llevar” por la comodidad
de la opinión mayoritaria. Contribuyendo a esta cultura endogámica, el
denominado filtro burbuja, algoritmos que devuelven información afín al usuario
basándose en sus propios datos, parece ser la solución de los gigantes tecnológicos
para apartar a los clientes de la información conflictiva, no alineada con sus
puntos de vista y aislarlos intelectualmente en su propio sesgo
informativo.
Sin embargo,
cuando hablamos de autocensura digital hablamos de personas que en las redes sociales
tienen a amigos, familiares, compañeros de trabajo, colegas, desconocidos con
los que se comparte un hobby etc. Al estar tan diversificada la red de
contactos se deriva en lo que se llama un colapso del contexto y para reducir
el riesgo de la discrepancia se adquiere un enfoque del menor denominador común
a la hora de publicar, haciendo que la red se vuelve ajena a todo conflicto. El
problema de la autocensura no es tan importante en sus efectos digitales, cuyo
enfoque del menor denominador común puede ser una alternativa para mantener la
salud mental, sino más bien lo que ocurre en nuestras conversaciones analógicas
y cotidianas. Cada vez más actuamos como policías de nuestro pensamiento,
vigilando nuestras palabras, ajustándose al decir esperable común por el miedo
que nos genera la posibilidad de ofender a otros. Nuestras conversaciones van
perdiendo espontaneidad para someterse a las tiranías de la corrección
política. Así pues, explotamos al máximo el uso de eufemismos con el que
intentamos describir algo a través de complicados rodeos lingüísticos.
Algo de este
fenómeno, es decir, de que hablar es siempre ofender a alguien ya lo había
advertido el filósofo español José Ortega y Gasset en unas de sus visitas a la
Argentina. En un ensayo de la década del veinte, titulado El hombre a la defensiva, señalaba que en Buenos Aires todo lo que
se dice o se hace hiere a alguien, viola alguna personalidad secreta u ofende a
algún fantasma íntimo. Si en aquel momento los españoles sentían aún lejos a
este fenómeno, hoy lo viven en carne propia escritores como Arturo
Pérez-Reverte que ha manifestado, no sin ironía, que cuando se dice que “fulano
es un tonto”, se ofenden todos los tontos. Hablar, escribir, dialogar de manera
corriente e incluso entablar nuevas relaciones comienza a ser problemático a
consecuencia de quienes se empeñan en ser policías de la palabra. ¿Quizás
dueños de las palabras? También.
El mundo, no
ya el digital sino el analógico, se torna invivible si nos autocensuramos a
decir lo que pensamos. ¿Es sólo el miedo a ofender el motivo por el cual
elegimos la propia censura de nuestras opiniones? ¿O quizás el terror que nos
produce quedar colocados en medio de una reacción o linchamiento cuando
expresamos ideas contrarias a la mayoría o al sentido común aceptado? Expresar,
discutir o criticar una idea no debería implicar la descalificación, el
maltrato y la falta de respeto del otro. Sin embargo, si creemos en la libertad
de expresión, incluso será mejor la ofensa que el silencio censor e hipócrita.
Así pues, cualquiera sea el motivo de nuestras autocensuras cotidianas, las
consecuencias están a la vista: relaciones humanas cada vez menos espontáneas.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina. https://www.lacapitalmdp.com/censuras-y-autocensuras-en-el-mundo-de-hoy/