Lo que hoy entendemos como
amor-romántico, quizás, tenga raíces muy lejanas en lo que Platón denominaba
con el nombre de Eros. Si bien, es en
los diálogos platónicos donde podemos entrever cómo el amor-romántico aparece
como un deseo-carencia y una locura (manía), el Eros griego y nuestro actual amor-romántico no pueden identificarse.
El amor griego es un amor entre hombres, un amor homosexual, compatible con el
matrimonio heterosexual y del cual participan un hombre maduro y culto y un
joven adolescente y con ansias de aprender. Ya en los primeros siglos de
nuestra era y durante el largo período medieval, la impronta de los poetas
romanos y del cristianismo fue modificando el carácter predominante del amor occidental.
El amor homosexual fue dejando paso a otro heterosexual que, a su vez, fue convirtiéndose
lentamente en el fundamento de la familia moderna. Sin embargo, por muchos
siglos, la pasión romántica fue motivo de disputa y vista con malos ojos por los hombres de la
Iglesia.
En el primer cuarto del siglo XX,
el filósofo español José Ortega y Gasset se propuso esbozar una psicología del
hombre del cual se enamoran muchas mujeres. En su ensayo Para una psicología del hombre interesante (1925), Ortega
reflexionaba acerca del amor de enamoramiento (amor-romántico), prototipo y
cima de todos los erotismos, que contiene dos ingredientes fundamentales: el
sentirse “encantado” por otro ser que nos produce una ilusión íntegra y el
sentirse “absorbido” por él hasta la raíz de nuestra persona, como si el ser
amado nos hubiera arrancado de nuestro propio fondo vital y viviésemos
trasplantados en él. Ortega destaca en este amor el valor de la entrega, algo
que no encuentra ni en el deseo ni en la pasión, por tender estos últimos a
capturar y a absorber al objeto del amor. Es por ello que el filósofo aboga por
devolverle al vocablo “pasión” su antiguo sentido peyorativo. Una idea que, tal
vez a muchos de nosotros, nos pueda parecer inaceptable. Ortega señala que la
pasión se identifica con la obsesión y las manías patológicas y que, consecuentemente,
cuando alguien pretende matar o matarse por amor nunca podría decirse de esa
persona que estuviese enamorada. En este sentido cuando, en nuestra vida
cotidiana, todavía solemos expresar frases como “aquel crimen fue un crimen
pasional” parecemos restituirle a Ortega la razón en considerar que, por lo
menos algún tipo de pasión, tiene un significado negativo. El filósofo nos advierte
que el término “amor” se utiliza para denominar los hechos psicológicos más
diversos y lo que es cierto para el amor en un sentido del vocablo no lo es
para otro. Recientemente una alumna de un colegio donde trabajo publicó en su
muro de Facebook: “que loco no?, pasan
los años i jamas vas a cambiar...que locura la mia en seguir a tu lado sin
importar lo qe pase i sabiendo qe no vas a cambiar [sic]” y más adelante
concluía: “esa locura es amor… que
mierda entonces qe es el amor! [sic]”
Tales expresiones, dejando de lado nuestra confusión y dificultad para entender
estos nuevos modismos de la escritura digital, entraña aquella confusión
original a la que aludía el pensador español.
En el mismo ensayo, Ortega
propone ir mucho más allá del sentido que la tradición le ha dado al fenómeno
amoroso. Se manifesta en contra de la idea de que el amor es una fuerza
primitiva e instintiva engendrada en lo más profundo de la animalidad humana y
capaz de apoderarse de la persona sin mediación reflexiva. Su crítica apunta a
desmitificar aquella interpretación que considera al amor como un efecto entre
mágico y mecánico, de carácter ilógico y antirracional. Ortega señala que nadie
ama sin porqué o porque sí, sino que
todo el que ama tiene la convicción de que su amor está justificado. Por lo
tanto, en esa propiedad de sentirse justificado y vivir precisamente de su
justificación consiste el carácter lógico y racional del amor. Es aquí donde
Ortega sacude los prejuicios culturales de su época (¿y los de la nuestra?)
cuando expresa: “yo diría que el amor,
más que un poder elemental, parece un género literario […] yo no pretendo con
esto sino sugerir que el amor, más que un instinto, es una creación, y aún como
creación, nada primitiva en el hombre”.
A mediados del siglo XX, la
reflexión filosófica del amor menguó casi hasta desaparecer. ¿Qué es lo que
ocurrió que los filósofos en su gran mayoría abandonaron la reflexión acerca de
un tema tan universal? Una respuesta, de carácter cronológico, parece
imponerse: finalizada la Segunda Guerra Mundial con todas las desgracias
humanas generadas, ¿qué espacio podía quedar para el amor-romántico? Quizás ese
inexistente espacio puede verse inmortalizado en la clásica película Casablanca (1942) cuando Ingrid Bergman,
presintiendo una separación y con una mirada llena de desesperanza, le dice a Humphrey
Bogart: “El mundo se derrumba y nosotros
nos enamoramos”. Gran parte de los hombres y mujeres de aquellos años perdieron
los sentidos de sus vidas, la angustia y
la desesperación fueron los sentimientos generales que tiñeron a ese mundo de
postguerra. Por algo se ha dicho, numerosas veces, que el siglo XX es el siglo
de la angustia. La filósofa alemana Hannah Arendt, quien fuera perseguida por
los nazis y que tanto ha influido en la filosofía política contemporánea, escribía
en La condición humana (1958), que el
amor era uno de los hechos más raros de la vida humana, que nos separa de los
otros dejando que en el medio del hechizo de los enamorados sólo haya lugar
para los hijos. Así pues, es mediante el hijo que los amantes vuelven al mundo
del que les habría expulsado el amor. La filósofa denuncia a los poetas que nos
han engañado al hacernos creer que el amor es una experiencia crucial,
indispensable y universal. Por ello, Arendt concluye que el amor es la más
poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas. Algo así habría sido el
amor de Bergman y Bogart si al momento de la entrada de los nazis en Francia hubieran
dicho: “Besémonos, escapemos juntos y
olvidémonos del mundo”.
Durante los últimos diez o quince
años el tema del amor ha despertado otra vez el interés por la reflexión
filosófica. Desde distintas disciplinas, los trabajos de Pascal Bruckner, La paradoja del amor (2011), de Alain
Badiou, Elogio del amor (2010), de Zygmunt
Bauman, Amor líquido (2005) y, por
qué no también, la encíclica de
Benedicto XVI, Dios es amor (2006),
son signos auspiciosos de un renovado interés filosófico por una de las cuestiones
que más interesan a todos los habitantes de esta tierra. Hace unos pocos meses,
Luc Ferry, un filósofo francés y defensor de un humanismo secular, publicó el
libro Sobre el amor (2013), donde defiende
la idea de que, en la actualidad, el amor-pasión (amor-romántico) es el gran
dador de sentido de nuestras existencias. Ferry hace hincapié en lo que llama
la “revolución del amor”: el pasaje del matrimonio concertado al matrimonio por
amor que ha provocado que los grandes ideales como Dios, Patria y Revolución caigan
en descrédito y donde, incluso sus partidarios, no se están dispuestos a
sacrificar sus vidas o incluso a morir por esas grandes “causas”. En cambio,
para Ferry, somos capaces de dar la vida por aquellas personas que amamos y
queremos. Este amor-pasión, que es un amor no metafísico, no nos recluye y
aísla en una esfera privada, sino que tiene consecuencias en la esfera pública,
es decir, en el terreno de lo político. De esta manera, el filósofo intenta
evitar las críticas simplistas acerca de que su propuesta sea la propuesta de
un individualismo-egoísta o una versión más de la “muerte de las ideologías”.
Ferry cree ver en este amor-pasión un sentido de la vida que evoluciona
progresivamente en la historia: desde sentidos trascendentes y abstractos
(Cosmos, Dios o la Razón) a un sentido inmanente y concreto (el amor al
prójimo).
Volviendo a Ortega, éste ya nos indicaba
que el terreno del amor era el menos explotado de los asuntos humanos, un terreno
del cual estaba todo por decir y por pensar. Por ese motivo, era inminente devolverle
al amor el atributo de la visión, y porque a veces el amor se equivoca, aunque
menos de lo que se dice, Ortega incitaba a seguir la propuesta de Pascal: "No han tenido acierto los poetas al
pintarnos al amor como ciego; hay que quitarle la venda y devolverle en
adelante el goce de los ojos".
Prof. Nicolás Martínez Sáez