Se
cuenta que cuando al escritor británico G. K. Chesterton le preguntaron qué
opinión tenía de los franceses, respondió: “No los conozco a todos”. Hay aquí
un problema filosófico, de raíces medievales, dificultosísimo: ¿es posible
hablar en términos universales sobre cosas o personas particulares?
Cuando
en 1916, el filósofo español José Ortega y Gasset arribó, por primera vez a
nuestro país, sabía muy bien que, al momento de pensar, lo que hacemos es
dislocar lo real y, por lo tanto, todo concepto es siempre una exageración y,
en ese sentido, una falsificación. La exageración es el momento de creación que
tiene el pensamiento. Ortega ofreció otro reparo a la hora de analizar, con su
bisturí intelectual, al “ser argentino”. Él mismo se consideraba un “entusiasta
que pasa”, un “argentino imaginario” del cual no podría surgir, como tampoco era
de esperar de un extranjero, ninguna verdad acerca del argentino. El extranjero
forma opiniones desdibujadas del país que visita pero éstas deben ser
aprovechadas. Ortega remata con una expresión paradójica: “la verdad del
viajero es su error” y, por poco interesante que sea el alma del extranjero,
debe interesar la línea de su error. ¿Por qué éste erra en tal punto y no en
otro?
¿Qué
dijo Ortega, acerca de los argentinos, durante su primera visita? En Impresiones de un viajero, sostiene que
se ha encontrado con un pueblo lleno de afanes y libre de envidias. Decide no
hablar de la riqueza, ni del “heroísmo cereal y ganadero”, al que admira, sino
que hace notar el volumen poroso de la nación, donde pueden entrar hombres de
toda raza, de toda lengua, de toda religión y de toda costumbre. Además, junto
a este poder atractivo, encuentra un talento para absorber a todos estos
hombres en la unidad de un Estado. El pueblo criollo, le parece a Ortega, un
pueblo con talento socializador de Estado, al que se le hace necesario el
cultivo de actividades sobre-económicas cuanto mayor es su desproporción frente
a las utilitarias y practicistas. Ésta es la misión que debe asumir la
Universidad, que el filósofo español ve como el instrumento para la labranza de
los pueblos.
Don
José Ortega y Gasset volvió a la Argentina en 1928 y a través de dos ensayos, La Pampa….Promesas y El hombre a la defensiva, se hizo paso para
descender a las profundidades del alma argentina. En el primer ensayo, Ortega refleja
su sentirse invadido por la extensión pampeana mientras viaja en tren camino de
Mendoza. Advierte que la Pampa se mira comenzando por su confín, por su órgano
de promesas, y concluye que acaso lo esencial de la vida argentina es eso, ser
promesa. La Pampa promete, promete y promete, es pura abundancia que hace que
nadie viva donde está sino en la lejanía, delante de sí mismo. Las ruedas de
los molinos mecánicos de la Pampa prometen y aspiran a ser ruedas de la
fortuna. Pero cuando las promesas no se cumplen, queda el hombre argentino
atónito y mutilado. Así entonces, el alma criolla se llena de promesas heridas
y sufre de un descontento radical. El criollo, remarca Ortega, no asiste a su
vida efectiva, sino que se la pasa fuera de sí, instalado en la otra, en la
vida prometida, y es por eso que en el argentino predomina, como acaso en
ningún otro hombre, esa sensación de una vida evaporada sin que sea advertida.
En el segundo ensayo, El hombre a la
defensiva, Ortega insiste en el tópico de su primera visita: el grado de
madurez a que ha llegado la idea de Estado. Pero el Estado que encuentra
Ortega, en tiempos de Hipólito Yrigoyen, le parece un Estado rígido, separado
por completo de la espontaneidad social, vuelto frente a ella y con rebosante
autoridad sobre individuos y grupos particulares. A veces, Buenos Aires, le hace
acordar a Berlín cuando ve asomar por dondequiera el perfil de gendarme de las
instituciones públicas. Descubre que el pueblo argentino no se contenta con ser
una nación entre otras: quiere un destino peraltado, exige de sí mismo un
futuro soberbio y está resuelto a mandar porque tiene vocación imperial. (Nota
marginal: ¿habrá pensado lo mismo aquel fugaz ex presidente cuando dijo que “los
argentinos estamos condenados al éxito”?) Pero la altanería de los proyectos
tiene inconvenientes, y Ortega advierte el peligro que implica que los
argentinos, de puro mirar su propio proyecto, olviden que aún no lo han cumplido
y acaben de creerse ya perfectos. Y esto atentaría con el efectivo proyecto, ya
que no hay manera más cierta de no mejorar que creerse óptimo. Ortega, ante este
Estado, que le parece arrollador y triturador de toda voluntad indócil que se
resiste, pregunta: “¿no hay demasiado orden en Argentina? ¿no se ha dejado
influir Argentina por esa valoración hipertrófica del Estado, que
transitoriamente, padecen las naciones europeas?”.
Respecto
a la vida y al trato cotidiano, Ortega señala diferencias en sus experiencias con
hombres y mujeres. Cuando se tiene delante a un argentino típico, el filósofo
español, nota que algo impide comunicarse con él. Observa como si aquel hombre,
presente ante él, estuviese en verdad ausente, es decir, como faltando a su propia
autenticidad porque su palabra y gesto no se producen desde un fondo vital
íntimo sino como fabricados expresamente para el uso externo. Por eso, Ortega
afirma que el varón argentino es un hombre a la defensiva. Al europeo no le
sale una conversación si no es un canje de intimidades, en cambio, el argentino
no se abandona y cuando el prójimo se acerca, hermetiza más su alma y se
dispone a la defensa. Cuando se intenta hablar con él de política, de ciencia o
de cualquier otra cuestión, tiene su energía puesta no sobre el asunto a
conversar sino ocupada en defender a su propia persona. Este vivir del
argentino en estado de sitio, cuando nadie lo asedia, le parece a Ortega una
propensión superlativamente extraña. En vez de estar viviendo activamente lo mismo
que pretende ser, en vez de estar sumido en su oficio o destino, se coloca
fuera de él y muestra su posición social como se muestra un monumento. Es esta
actitud defensiva lo que hace que el argentino ocupe la mayor parte de su vida
en impedirse vivir con autenticidad. Ortega explica este fenómeno del “argentino
a la defensiva” admitiendo dos hipótesis: (1) que en la Argentina, el puesto o
función social de un individuo se halla siempre en peligro por el apetito de
otros hacia él y la audacia con que intentan arrebatarlo y (2) que el individuo
mismo no siente su conciencia tranquila respecto a la plenitud de títulos con
que ocupa aquel puesto o rango.
Para
Ortega, la sociedad argentina no se ha habituado a exigir competencia y, a la
presión suscitada de los demás, se añade una inseguridad íntima que es preciso
compensar adoptando un gesto convencional e insincero para convencer al
contorno de que se es efectivamente lo que se representa. Así pues, señala que cuando
el argentino procura convencer a los demás del lugar y la importancia de él
mismo, de paso, intenta convencerse a sí mismo. El individuo argentino no llega
a un puesto, oficio o rango por una necesidad interna, en virtud de un pasado
de preparación y esfuerzo, sino más bien que se encuentra súbitamente dentro de
él. No hay adherencia entre el individuo y su figura social. El argentino
resbala sobre toda ocupación y vocación. No se trata de que esté mal dotado,
sino que no se ha adscripto nunca a la actividad que ejerce, no la considera
definitiva sino como una etapa transitoria para avanzar en su fortuna y en
jerarquía social. Este modo de vivir escinde a la persona en dos: su intimidad
auténtica y su figura social o papel. Aquí encuentra Ortega el motivo por el
cual resulta difícil la comunicación con el argentino: él mismo no se comunica
consigo.
A
pesar de lo dicho, Ortega niega que el argentino sea un ser egoísta porque con
egoístas no se podría hacer, en un siglo, un pueblo del porte como el de Argentina.
El argentino no tiene puesta su vida en nada, pero tampoco es su persona lo que
más le importa sino, lo que le preocupa, es la idea que él tiene de su persona.
El egoísta es un hombre sin ideal que no trasciende a sí mismo. En cambio, el
argentino es un frenético idealista ya que tiene puesta su vida en una cosa que
no es él mismo sino la idea que tiene de sí mismo. Vive atento a una figura
ideal que de sí mismo posee, se gusta a sí mismo y lo que gusta no tiene por
qué parecer lo mejor del mundo, basta que guste. El argentino nace con una fe
ciega en el destino glorioso de su pueblo y es ello una de las grandes fuerzas
que empujan al país. Ortega sentencia: “el argentino es demasiado Narciso”,
vive absorto en la atención de su propia imagen y lo grave es que se acostumbra
el individuo a negar su ser espontáneo en beneficio del personaje imaginario
que cree ser y, por lo tanto, al intentar hablar con él y buscar su intimidad,
nos presenta su imagen ideal.
La
última visita de Ortega a la Argentina fue en 1939 y allí pronunció, en una
conferencia conocida como Meditación del
pueblo joven, unas palabras que quedaron en la memoria de las siguientes generaciones:
“¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas
personales, de suspicacias, de narcicismos. No presumen ustedes el brinco
magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez,
bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas
directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y
paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su
perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal.”
En este último viaje, Ortega sentía que la vida argentina tenía otra edad que la
de Europa, era una vida adolescente y, por lo tanto, descontenta, habituada a
sentir angustias, de apetitos indecisos y vastos que no se logran nunca pero
donde las pasiones funcionan a toda máquina con plenos y recién hechos
resortes. Ortega afirma venir a llevarse lo que sobra en Argentina: juventud,
aquello que le poda decrepitudes y lo instaura en vida nueva.
El
filósofo español no simplemente habló con y para los hombres argentinos,
también dedicó una meditación a las argentinas y mujeres sudamericanas. En Meditación de la criolla intentó
esbozar una psicología de la criolla. Sostuvo que ésta es vehemente, porque
vive en constante lujo vital sin estar ante nada escasa de reacción y, a diferencia
del hombre argentino, está siempre yendo a las cosas y personas, en vía tensa
hacia ellas. También es espontánea, porque vive de lo que en su intimidad nace
y brota. Es auténtica por estar instalada dentro de la más normal normalidad y,
desde allí, siempre es un poco otra cosa que lo normal. Gracia y molicie son dos
características con las que cierra esta descripción de la mujer criolla: la
gracia en sus gestos, ademanes, posturas, expresiones y travesuras, y la molicie
porque la criolla es muelle, ni dura ni etérea, sino justo medio.
Parece ser que algunos porteños le reprocharon al filósofo que sólo hablaba de las virtudes de la criolla y no de sus defectos. Como respuesta, reconoció en los porteños una morbosa complacencia en recoger lo defectuoso y lo desgraciado de las cosas como si se tratase de pepitas de oro. Vio en el porteño una viviente objeción hacia los demás donde cada cual parece ocuparse más que en vivir, en detener, trabar y frenar la vida de los demás.
Quizás
a algún lector le provoque espanto las impresiones de Ortega sobre los
argentinos pero, sus centenarias observaciones, adquieren actualidad con motivo
de nuestro bicentenario, no por ser observaciones exactas ni que se
correspondan, así sin más, a nuestra realidad sino por ser útiles para volver a
pensar la identidad argentina en un ejercicio que tenga más de un rumiar
pausado que de una vejación hacia el extranjero.
Prof. Nicolás Martínez Sáez
Nota publicada en el diario La Capital, Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina.
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